La elección de carrera es uno de los momentos más atemorizantes para cualquier estudiante del último año de preparatoria. En mi caso, la infinidad de posibles carreras y universidades me hacían sentir como un pobre desorientado en plena central de abastos, al asedio de los gritos y ofertas de vendedores y marchantas, sin saber qué buscaba exactamente y a quién creerle. Aunque sabía que mi futuro estaba en las humanidades, mis clases de filosofía habían sido terriblemente aburridas, por lo que no la consideraba entre mis posibles elecciones de carrera.
En ese estado de incertidumbre insoportable, me inscribí a un examen vocacional. Cuando la promotora dictó con seguridad que mi vocación era estudiar Filosofía, mi desconcierto se acentuó incluso más. Pero al ver el plan de estudios, hubo dos materias que inmediatamente llamaron mi atención: griego y latín. Ningún otro currículo incluía el estudio de lenguas muertas. Al menos en eso se diferenciaba de todos los que había revisado exhaustivamente.
El estudio de cualquier idioma es como hacer calistenia cerebral: te obliga a abrir nuevos caminos neuronales y mejorar la agilidad y plasticidad de tu cerebro. Normalmente, lo que más cuesta, más frutos rinde. No pain no gain. Sin embargo, para la mayoría, estudiar lenguas muertas no es una tarea placentera. Y quizás parezca inútil estudiar lenguas que ni siquiera se hablan.
Si uno va a dedicar horas de estudio a un nuevo idioma, parecería más práctico dedicarlas al inglés, alemán o francés, que pueden abrir puertas laborales y académicas en un mundo que presenta cada vez más oportunidades globales.
Pero el griego y latín están todavía muy vivitos y coleando en los idiomas occidentales modernos. El latín facilita en gran medida el aprendizaje de otras lenguas romances, como el francés, el portugués o el italiano. Y cientos de palabras griegas sobreviven en nuestra habla coloquial milenios después del declive de la Grecia Clásica. En inglés, la palabra moron (estúpido), omnipresente en series y películas americanas en Netflix, es un heredero directo del griego moros, con exactamente el mismo sentido. Lo mismo pasa con infinidad de palabras en lenguajes modernos como cosmos, fobia, planeta, melancolía, y por supuesto, filosofía.
De forma muy concisa, estas son varias ventajas del estudio de lenguas clásicas:
• Te obliga a derrumbar y volver a construir las estructuras lingüísticas que usas para pensar el mundo
• Mejora tu agilidad mental y tu plasticidad cerebral
• Facilita el aprendizaje de idiomas modernos
• Da acceso a las cosmovisiones que dieron origen al mundo occidental
• Enseña a pensar el mundo desde la cabeza de alguien más, es decir, empatía
• Aprenderás miles de datos etimológicos curiosos que puedes sacar en la conversación para impresionar a tus amigos y familiares
4 años después de haber recibido mi título de Filosofía, he constatado todas estas ventajas de haber estudiado latín y griego durante la carrera. Ambas lenguas han sido presencias constantes en mi vida laboral y en mi posgrado. Durante la maestría en Literatura, el griego y latín fueron esenciales para el análisis de textos literarios de escritores antiguos y contemporáneos. Desde cosas tan aparentemente inútiles como saber que ‘periférico’ se compone del griego peri (alrededor) y ferein (llevar), es decir, ‘aquello que te lleva alrededor”; hasta romperse la cabeza tratando de entender los varios sentidos del griego ousía, que se puede traducir como sustancia, esencia o entidad; estudiarlas fue uno de los retos más grandes de mi carrera, y uno de los que más me ayudó a entender el mundo en que vivimos.
Si “el lenguaje es la casa del ser¹”, en palabras de Heidegger, entonces estudiar griego y latín es ampliar nuestra morada mental, llenarla de recuerdos y souvenirs de nuestros viajes en el tiempo a la Grecia y Roma clásicas.
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¹Heidegger, Martin, Carta sobre el Humanismo, Helena Cortés y Arturo Leyte, trads. Madrid: Alianza, p. 11 (313).
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