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Escrito por Dra. Virginia Aspe Armella
en abril 24, 2020

1. Cómo entró el coronavirus en mi vida

En marzo de este año, apenas hace unas semanas, aunque ahora nos parezcan tan lejanas, las noticias comenzaron a hablar del coronavirus. Debo decir que el tema me tomó por sorpresa. Lo vi a la distancia y no me involucré de arranque. Era en Wuhan, una ciudad de China cuyo nombre me costó trabajo pronunciar, y de allí el virus se fue a Europa. Como mi familia del lado Armella es de Milán, para la mitad de marzo comencé a ponerle atención al tema, pero aún no terminaba de involucrarme. 

Por mala suerte, empero, más bien el virus se involucró con mi familia; fue exactamente en el puente que hubo entre el sábado 14 y el lunes 16 de marzo, pues me fui a San Diego, California, el viernes 13 con uno de mis hijos y su familia, y el sábado por la mañana nos llamó mi hija Virginia desde México para decirnos que Juan Pablo, su marido, tenía coronavirus. Así fue como el bicho se presentó en mi casa. 

Lo que se sucedió a partir de allí fue inesperado. En primer lugar, mi hijo Santiago llamó al médico de la familia en México porque tengo 67 años y había estado con mi yerno el fin de semana anterior. El doctor dijo que a mi edad tenía que tomarme en serio lo de guardar la cuarentena y que no podía viajar de regreso a México por dos a tres semanas. Así las cosas, mi hijo y su familia regresaron a México y yo me quedé en el departamento pensando que los volvería a ver allá en diez días. Sólo me preocupó mi trabajo en la UP porque tenía que dar clases, pero para mi tranquilidad el martes 17 me enteré de que la universidad suspendía toda clase presencial. 

Escribo este texto un 24 de abril. Sigo atorada en Gringolandia y no es claro cuándo me dejarán tomar un avión desde Tijuana, que está infestada de coronavirus (además del riesgo del aeropuerto), para llegar a la CDMX, jugármela con un Uber –quién sabe si los desinfecten y quién se haya subido antes– y llegar a mi casa para, de todos modos, no poder ver a nadie de mi familia. 

No me interesa particularmente ahondar más aquí en mi pequeña historia. Todos hemos pasado por una y ésta, la mía, no tiene nada especial. Mi yerno se curó a las dos semanas, bajó ocho kilos y perdió el sentido del gusto y del olfato, que recuperará seguramente; después de su dada de alta tuvo que pasar otra cuarentena con mi hija y su familia para asegurarse de que no contagiaban en el exterior. Los resultados de sus análisis se los dieron un mes después; sí, como lo oyen, un mes después, porque mientras él estaba en cuarentena nuestro presidente había decidido “hacer como que no pasaba nada”: frenó la entrega de análisis, abrazó el estadio mágico de santitos y fetiches y de paso, ¿por qué no?, abrazó y besó a la gente y, si era posible, a niños y viejitas.

2. Filosofía mexicana en los tiempos del coronavirus. ¿Por qué nos duele tanto el encierro?

Mi encierro forzado en California ha tenido frutos más profundos que esta narración inicial, la cual sólo queda en lo anecdótico. El primer punto de reflexión es el asombro ante la efectividad de remedios tan rupestres –“enciérrense”, “nadie se toque”, “lávense las manos con agua y jabón”– frente a un contagio masivo que viene de la potencia contraria al país del norte y cuya narrativa supera a la ciencia ficción (que si comen animalejos calientes casi vivos como murciélagos y que de allí mutó el bicho, que la obscuridad atrae el mal, que si es un complot de China contra Trump, que si las gárgaras de bicarbonato o agua salada lo previenen, si no es que la cebolla partida en cachos que debes colocarte en el pecho si sientes que el virus llegó a tus pulmones…). Y esto en los tiempos de la más sofisticada globalización y del triunfo de la era digital. 

En México la narrativa refleja quiénes somos culturalmente los mexicanos, y me doy cuenta de que las características de lo mexicano que propusieron los miembros del grupo Hiperón (1948-1952) siguen vigentes. Digno de un estudio sociológico, hoy el mexicano enfrenta sus miedos con “memes” (ya no vistiendo catrinas o haciendo calaveras de azúcar, pero al final del mismo modo). El tiempo dedicado y el ingenio vertido en elaborar hoy los memes prueba la conexión entre los millennials que los hacen y la base de los grupos populares. Nunca como en tiempos del coronavirus el Laberinto de la soledad de Octavio Paz quedó tan superado por cientos de imágenes que los mexicas hemos pasado miles de veces a través del WhatsApp: la manera en que hemos enfrentado el miedo a la pandemia, cada vez más cercana a la casa, ha sido a través la risa; tal y como detectaron Samuel Ramos, Jorge Portilla, Emilio Uranga y Octavio Paz al decir que el mexicano juega y hace fiesta y burla de lo que le da terror, los memes actuales han hecho las veces de catarsis. Es un modo de canalizar los miedos. 

En las seis etapas del sufrimiento que ha sistematizado la tanatóloga Elisabeth Kübler-Ross (la negación, el coraje, la negociación, la tristeza, la ansiedad y, por último, la aceptación y el duelo) cada meme ha cumplido una función tipológica: primero asimilarlo con la cerveza Corona y decir que lo único resistente y no-falso de los productos chinos que hemos adquirido en la fayuca ha sido el bicho denominado “coronavirus”, como nuestra cerveza. En la etapa del coraje compartimos incesantemente memes contra AMLO. Él mismo y su gobierno elaboraron una especie de mujer maravilla patética, Susana Distancia, y desde ella surge exponencialmente toda una producción de imágenes de la gorda maravilla para canalizar el miedo a la ineptitud. 

Con el tiempo, no obstante, los memes y videos que mandábamos se hicieron más artísticos. Es que surge la etapa de la tristeza y melancolía, aunque algunos canalizan la ansiedad mostrando cómo alguien mete al supuesto bicho en una bolsa de papel estraza y le da de garrotazos, o con el video de la pobre que llega del súper a la vecindad en la que vive y le echan cubetas de agua y luego cepilladas de jabón para desinfectarla. Reímos porque esa es la manera de familiarizarnos con lo ignoto. 

Un profesor mexicano, egresado de la Universidad de Pensilvania, me decía que ha estado haciendo un análisis de todos los chats en los que está, y que ha visto que todos mandan y repiten lo mismo, y que todo lo enviado tiene un eje común: son fake news. Le dije que su estancia fuera le había hecho olvidar la manera en que procesamos culturalmente los miedos: lo importante no es lo fake de los datos, sino la catarsis ante los miedos. Recordaba yo la historia tan mexicana de Germán Dehesa de que en México hay un único fruitcake en Navidad y que todos los mexicanos lo reenviábamos de roperazo. Pues bien, se mantiene nuestra cultura de máscaras, el juego infinito de espejos por los dobleces que presenta Octavio Paz en el Laberinto; esas frases lapidarias que tenemos los mexicanos, como aquélla sobre un pleito matrimonial dramático: “Vieja, si me aplicas la ley del hielo, ¡le agrego wiskey!”.

Pero no dejemos todo en risa, pues lo que se refleja es muy profundo. Emilio Uranga escribió un libro titulado Análisis del ser del mexicano (de 1949). Con una agudeza filosófica que supera cualquier intento francés de fenomenología, Uranga define al mexicano como un ser accidental. Y con ello llega a la esencia del alma mexica, al modo que tenemos de familiarizarnos con lo desconocido, de enfrentar nuestros miedos, de vivir las etapas del duelo. El alma filosófica iberoamericana, nos dice Humberto Beck al analizar la filosofía de Ramón Xirau (“Ramón Xirau o sobre la presencia”. Otros diálogos. COLMEX, 2020), es la existencia concreta. Hispanoamérica es una racionalidad aterrizada, alejada de la abstracción y del concepto; profunda, pero siempre vital y encarnada. La cultura mexicana, de acuerdo con esa interpretación, se mantiene en la fiesta y la magia, en el juego de máscaras y de espejos. Sería un error interpretar esto como superficialidad o simpleza. Simplemente refleja una verdad sociológica: nos apropiamos de la realidad de manera metafórica.

Es por ello que el mexicano sigue siendo accidental, un ser de fronteras y alteridades (y, si es filósofo, de deslindes). El mexicano es accidental porque atiende desde la alteridad; la nuestra es una cultura popular de la risa y la magia que enfrenta simbólicamente el nuevo horizonte, que nos rebasa porque desconocemos su curso. Desde el presidente de México hasta las redes y iPhones que pueden comprar sólo los fifís, la manera de enfrentar la nueva realidad es a través de imágenes y con metáforas. Todas las argumentaciones científicas y políticas actuales quedan superadas cuando un filósofo como Héctor Zagal es capaz de exponer en cinco palabras (“¡Que se mueran los débiles!”) y con la metáfora del Titanic el problema de la elección entre vidas que enfrentan los hospitales. 

3. La realidad recortada

Concluyo con algo respecto del título de mi escrito: no es que lo que impacta culturalmente al mexicano, por el momento que vivimos, se haya visto intensificado por la globalización o las migraciones; lo grave para nosotros ha sido que se nos haya confinado a un espacio físico en tiempos de evanescencia y levedad digital. “Confinar” es un término que se usaba durante la fiebre española de principios del siglo XX, algo intrínsecamente contradictorio respecto de la realidad liberal actual, en la cual se proclaman los derechos inalienables de que cada uno haga lo que quiera con su propio cuerpo. Ser confinado, en tiempos de globalización, es la bofetada de redescubrir que la realidad es espacial y reducida, local y concreta, y que puede ser impuesta

 

Plan de estudios de Filosofia en la universidad panamericana



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