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Escrito por Eduardo Charpenel
en abril 15, 2020

Al analizar en la Fenomenología del espíritu el mundo antiguo Hegel se detiene para hacer una consideración sobre la guerra. A juicio del filósofo alemán, uno de los derechos de un Estado –o, en este caso, de una polis– consiste en poder llevar a cabo la guerra para remover, por así decirlo, a los individuos de sus intereses particulares y hacerles ver la totalidad más amplia en la que se encuentran inmersos. Las sociedades son caldos de cultivo que, en algún momento u otro, deben de agitarse porque se sedimentan y se vuelven pantanos morales bajo la lógica del individualismo. En la guerra, según Hegel, comprendemos la futilidad de nuestros fines peculiares –la búsqueda de fama o prestigio, la promoción de metas económicas exclusivamente privadas, las intrigas y los desavenimientos amorosos, etcétera– y advertimos que hay bienes con un carácter mucho más englobante y universal, es decir, bienes que necesariamente se enlazan con causas de más profundo calado, como la preservación de una cultura, de una identidad, o de una comunidad. Asimismo, a entender del filósofo, la guerra tiene un valor para hacernos comprender nuestra finitud de cara a la muerte y lo contingente de nuestra propia existencia. Ante la muerte, pues, nos igualamos todos, somos todos iguales, independientemente de nuestro estatuto o de nuestras posesiones –la muerte, dirá Hegel, es un “señor absoluto”, un nivelador. La muerte no hace distingos y ella nos estremece en lo más hondo. 


Nacho Garcia BenaventeImagen: Nacho Garcia Benavente

Esta idea, con algunas ligeras variantes de tono, va a permanecer en su periodo de mayor madurez, donde Hegel habrá de decir, ya en los Principios de la filosofía del derecho, que la idea kantiana de una “paz perpetua” es incumplible y utópica, y que, al final de cuentas, los Estados, al verse ellos en peligro, siempre habrán de recurrir o apelar a la guerra para asegurar de este modo su propia subsistencia. A su vez, colaborando con el duro y aciago mecanismo de la guerra, cada individuo gana claridad sobre sus propios propósitos vitales y sobre su destinación última.

La beligerante tesis de Hegel siempre me ha fastidiado, pero, a su vez, desde otra óptica, siempre me ha parecido fascinante. Me ha fastidiado porque, desde cierto pacifismo y cosmopolitismo, pienso que la Realpolitik no debe de tener la última palabra y que debemos de esforzarnos por encontrar ciertos ideales comunes y vinculantes que nos lleven a dirimir las disputas entre pueblos o países de modo pacífico, discursivo y arbitrado. Me ha fascinado, en cambio, porque considero que Hegel detecta preclaramente un nervio crucial: la idea de que nuestro encierro o cerrazón dentro de una cotidianidad nos hace ciegos ante factores que, necesariamente, inciden en nuestra vida, y que esto es causa de una especie de olvido voluntario de nuestra propia vulnerabilidad y lo que realmente significa habitar en el mundo: un paraje mucho más inhóspito y precario de lo que parece, donde no tenemos asegurado nada y donde no debemos de dar ninguna cosa por sentada.  

El momento presente me lleva, en lo particular, a retomar este hilo y a realizar la siguiente reflexión. Con Hegel, pero yendo un poco más allá de él, podemos pensar escenarios que él mismo no vislumbró y donde su tesis, considero yo, aplica incluso con mayor contundencia: a saber, en los casos de terremotos, huracanes, inundaciones, desastres ecológicos, enfermedades y, por supuesto, epidemias. No es el Estado quien tiene la prerrogativa exclusiva de removernos de esos intereses individuales y particulares –y es deseable y esperable a mi modo de ver, que, en algún momento, ya no tenga esa prerrogativa en lo absoluto–, sino que advertimos que la propia naturaleza igualmente puede agitarnos y desarraigarnos de ese egoísmo en el cual por inercia nos dejamos vivir y en el que nuestra esfera de vida es lo único que cuenta e importa. Paradójicamente, sin embargo, somos muy obstinados y no queremos reconocer esto. Más aún, a pesar de ciertos antecedentes y casos análogos previos –algunos más remotos que otros, como la peste negra, la influenza española, el H1N1, etcétera–, esta clase de situaciones parecen exhibir nuestra falta de miras, previsión y cuidado, y develan una ingenua actitud de fondo que se puede sintetizar en la infantil sentencia: “aquello no se repetirá”.

Karl Jaspers decía que las “experiencias límite” son las que conducen a la reflexión filosófica: la muerte, la soledad, el dolor, la angustia, la melancolía, entre otras. Sin esas experiencias que nos desdibujan ese cuadro minúsculo en el que habitamos difícilmente habría reflexión filosófica. Sin embargo, aunque resulte difícil, es necesario hacer filosofía durante y después de la catástrofe. Es necesario tomar situaciones de esta índole como “hitos” que no podemos dejar pasar sin más. La reflexión que podamos hacer sobre el coronavirus tiene que transitar por qué cosas debemos hacer ahora –qué principios nos rigen en circunstancias de este tipo–, y también por qué haremos después de estos aciagos momentos en que vivimos. Hemos pues de repensar la sociedad, el Estado, y la comunidad internacional, entre otras cosas. Asimismo, en lo sucesivo, debemos de generar una especie de hábito de revisión para que este tipo de cuestiones no simplemente caigan en un baúl del olvido, sino que se vuelvan un capital de memoria histórica al que se pueda volver para ponderar el alcance de nuestros esfuerzos y calibrar nuestros objetivos. La tarea del pensamiento crítico no debería tener que esperar a que estas situaciones pasarán para conducir nuestra vida y nuestro contexto a la reflexión. Antes bien, hay que anticiparnos y estar atentos. De cara a ello, retomar el hilo de la tradición filosófica –donde Hegel, junto con otros, alza la voz– puede ser de mucho provecho.  

Autor: Dr. Eduardo Charpenel, profesor investigador de la Facultad de Filosofía UP (UP/Bonn/UNAM)

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