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Escrito por Rocío Gómez Ruiz
en noviembre 06, 2019

El destierro de los poetas en el libro X de la República de Platón marca el inicio metafórico de una larga y famosa querella entre la filosofía y la literatura. Una batalla por la supremacía entre la claridad y la ofuscación,  lo racional y lo irracional, lo útil y lo inútil. El corazón de esta disputa, como señala Martha Nussbaum, no es asunto meramente estilístico sino fundamental: ¿Cuál lado miente sobre lo que significa ser humano y cuál dice la verdad?  Parada en la intersección de estas dos disciplinas, la diferencia entre ellas no parece tan pronunciada.

Me gradué de la licenciatura en Filosofía en la UP en el 2016. Este año terminé una maestría en Letras Inglesas en la Universidad de Oxford. Tengo el presentimiento que a pocos les resultará particularmente extraño este salto profesional. Según recuerdo, entre aquellos incipientes filósofos que se congregaron en el empedrado de casco antiguo antes del propedéutico del 2012, se habló más de narrativa literaria que de disquisición lógica. Se mencionó con entusiasmo a Kundera, a Borges, a Murakami, a Kerouac.  Como muchos de mis compañeros de licenciatura, crecí enamorada de la palabra escrita. Al igual que muchos de ellos, consideré estudiar Letras antes de decidirme a caminar en pos de la sabiduría en los pasillos de Chancellor.  

Me encontré con el episodio de la expulsión de los poetas por primera vez en segundo semestre, en clase de Historia de la Filosofía. Recuerdo que la noción platónica de la literatura como peligro moral me pareció profundamente contra-intuitiva. Me parecía evidente que, lejos de corromper, la literatura otorga significado moral. Esta primera chispa de interés por la relación entre la filosofía moral y la literatura maduró durante los siguientes semestres y llegó a formar la base de mi proyecto de tesis de licenciatura. Para ese momento no tenía ninguna duda: la disciplina filosófica que pretende estudiar la acción humana se serviría bien de considerar la narrativa literaria. La pregunta entonces se tornó distinta: ¿sabía yo lo suficiente acerca de literatura para explorar este interés académico? Éste camino me llevó a pasar meses dentro de una biblioteca renacentista enfrentándome por primera vez al mundo de la teoría literaria. 

 Corpus Christi es un pequeño college humanista arrinconado entre dos de los grandes titanes de la Universidad de Oxford: Merton, que data del siglo trece y fue hogar de Guillermo de Ockham y Tolkien, y Christ Church, donde vivió y estudió John Locke, más recientemente famoso como “el college de Harry Potter”.  A esta esquina de la ciudad llegué a instalarme en octubre del año pasado. Durante los siguientes nueve meses, las históricas paredes de Corpus fueron testigos de momentos de alegría y exuberancia, así como de profunda ansiedad y desesperación.

El programa de maestría que elegí es de modalidad “taught”. Esto significa que durante dos de los tres periodos que dura el año escolar en Oxford, asistí a seminarios semanales sobre narrativa y poesía, sobre historia del libro y bibliografía, sobre teoría crítica y  neohistoricismo. Leí más novelas de lo que jamás hubiera creído humanamente posible (un promedio de tres por semana para los distintos seminarios). Hubo días en los que, por necesidad, comencé y terminé una novela el mismo día: lectura literaria de sol a sol. Nunca había sido tan feliz. Leer literatura, aún armada de lápices y post-its, aun cuando es por obligación académica, invita a abandonar el recinto bibliotecario y adentrarse en otros parajes. Los meses de sol los pasé en el parque natural The Kidneys explorando a Muriel Spark. Aún en el frío me aventuré a disfrutar de Austerlitz (2001) en una banca junto al Támesis, congelándome la mano cada que daba vuelta a la hoja, mientras observaba a los cisnes de la reina competir por un pedazo de pan. 

Tras estas alegrías, sin embargo, venía lo pesado: la entrega, al final del periodo, de un ensayo de investigación por seminario. Entonces había que regresar a la biblioteca y pasar ahí la jornada laboral, entre personas más o menos igual de estresadas que uno. Cada entrega significó para mí un proceso difícil: la vida académica de posgrado resulta en sí una experiencia plagada de ansiedad e inseguridades. Lo llaman “el síndrome del impostor”. Uno comienza a imaginarse que todos sus colegas saben más, están mejor preparados, merecen más estar ahí. “Cometieron un error”, susurra una vocecilla interna, “no te deberían haber aceptado”. Estos sentimientos se exacerbaban en mi caso cuando recordaba que nunca había  hecho entregas académicas en inglés, que estaba lidiando con una disciplina nueva. ¿Qué sabía yo de teoría literaria, del ‘close reading’, de Christina Rossetti, de la ecocrítica? 

A lo largo del año aprendí que todos mis conocidos, en mayor o menor medida, sentían el mismo “síndrome del impostor”.  La vida colegiada de Oxford fomenta las amistades interdisciplinarias: uno se hace amigo de la gente que encuentra en la biblioteca, en la sala común tomando café y atiborrándose de galletas digestivas o en el comedor ancestral consumiendo verduras hervidas sin sal. Así, me di cuenta que todos mis amigos, el arqueólogo, el filósofo y el genetista, el inglés, el italiano y el chino, se sentían igual de inadecuados. Nadie llega al posgrado con la certeza de que está preparado cien por ciento para los retos intelectuales que presentará su programa. Reconocer esto fue catártico.

Para cada una de mis entregas, encontré la manera de encajar mis intereses interdisciplinarios: me adentré en el fascinante corpus de la novelista y filósofa moral Iris Murdoch y escribí sobre el desarrollo de la crítica ético-literaria en el siglo XVIII en Inglaterra. Cuando llegó el momento de realizar mi tesis  en el último periodo del año opté por analizar la presencia de la suerte moral de Williams y Nagel en la obra del novelista victoriano Thomas Hardy. 

Esta persistencia en invitar a la filosofía moral a inmiscuirse en el análisis literario resulta más natural de lo que pensaría un esteta del siglo XIX como Oscar Wilde. Hoy en día, el campo de estudio que se denomina “ética literaria” (literary ethics) está creciendo. Lejos de estar embestidas en una eterna e irresoluble querella, la filosofía y la literatura son hermanas, colegas: cómplices.

 

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 1 Ver: Martha Nussbaum, ‘Fictions of the Soul’, in Love’s Knowledge: Essays on Philosophy and Literature (Oxford: Oxford University Press, 1990), p.259

 2 Ver: Bernard Williams, “Moral Luck,” in Moral Luck: Philosophical Papers 1973-1980 (Cambridge: Cambridge University Press, 1981), 20–39; Thomas Nagel, “Moral Luck,” Proceedings of the Aristotelian Society, Supplementary Volumes 50 (1976): 137–51.

 

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