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Escrito por Mariana Riojas
en noviembre 14, 2020

Es momento de abordar “la pregunta”. La que representa el rompehielos por antonomasia en toda conversación con un filósofo. La pregunta que, sin duda alguna, fue hecha por cualquier buena madre y/o padre al escuchar la tenebrosa frase “quiero estudiar filosofía”. La pregunta que, aún tomando diversas formulaciones, apunta hacia el mismo lugar: “¿en qué puedes trabajar como filósofo?”. O como mi padre prefirió externar su preocupación hace siete años: “¿y de qué vas a vivir?”.

Semejante golpe de realidad bastó para irrumpir mi estado de completa ilusión mientras decidía matricularme en la licenciatura en Filosofía. Entendía el origen de la preocupación parental. Después de todo, era un tema que, en secreto, a mí también me preocupaba.

El camino hacia la respuesta debía comenzar por entender el origen de la pregunta. Es decir, había que identificar el principal motivo por el cual esta duda goza de validez universal. Pasado el tiempo, pienso, entendí parte del problema: pareciera que el filósofo no tiene un quehacer concreto como puede ser el caso de muchas otras profesiones donde los talentos y conocimientos desarrollados durante los estudios apuntan a un fin concreto. Por un lado, esta relación causal aparentemente necesaria me parece -dicho rápido y mal- tanto injusta como falsa. Por otro, si se trata de condicionar la formación académica a la labor profesional, examinemos el caso de la filosofía:

La formación filosófica, por un lado, aporta conocimientos concretos, mientras desarrolla habilidades amplias. Entre estas:

  • Pensamiento crítico.- Decir que el filósofo se hace preguntas es quedarse en la superficie. El filósofo hace las preguntas correctas; preguntas que van a la esencia de la problemática y toman en cuenta no sólo los efectos del problema sino principalmente las causas.
  • Habilidades argumentativas.- No me dejarán mentir, el filósofo deja las clases de lógica pero las clases de lógica no dejan al filósofo.
  • Precisión lingüística.- El filósofo se hace consciente de una verdad olvidada: las palabras poseen una forma de realidad (debate vigente, por cierto). Nunca olvidaré cuando un profesor vetó mi derecho a participar en clase debido a mi mal uso del lenguaje. Desde entonces, las palabras cosa o algo, despiertan en mí cierto escepticismo.
  • Actitud filosófica.- Me refiero a la estructura mental adquirida después de recorrer la historia del pensamiento, que, al final, es parte de la historia de la humanidad.

Por otro lado, el filósofo representa una pieza amorfa en el mundo laboral, lo cual como todo, tiene sus ventajas y desventajas. Esta cualidad amorfa llevó a Emmanuel Macron a situarse en la presidencia de Francia; a Wes Anderson, Mat Groening o Ethan Coen a dejar huella en la historia del cine y la televisión; y a Chomsky, Singer y Nussbaum a moldear el rumbo de la academia actual. Vemos filósofos inmersos en política y empresa, en el mundo del arte y entretenimiento, en el ámbito de tecnología y desarrollo. Personalmente, probé mi dosis de mundo godín en una empresa de consultoría, lo cual representó tanto una etapa de aprendizaje como una oportunidad inesperada para aplicar aproximación filosófica a problemas muy prácticos. 

Hoy, con más de un proyecto en marcha acá en Monterrey, entiendo que el boleto del filósofo al mundo laboral es adquirido a través de un movimiento violento y creativo. Recientemente organizamos entre colegas la impartición de programas en línea de filosofía, lenguas y cultura, lo cual, por cierto, nos ha permitido lograr una comunidad virtual. Me parece que esta inserción forma parte del mismo quehacer filosófico, es decir, entender correctamente la filosofía hoy implica poder y estar dispuesta a realizar este movimiento. El futuro se construye, muchas herramientas las aporta la carrera misma, sin embargo, equiparse correctamente y desarrollar la inercia para crear y contribuir, es, irremediablemente, asunto propio.

 

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