Perdonar claramente no es un primer instinto. Piensa en algún momento en que se te hayan pasado de lanza, perdonar seguramente no solo era una idea poco atractiva, sino que, incluso, una reacción fuera de lugar.
Entenderse a sí mismo como una persona que ha sido ofendida es un proceso con una serie de altibajos. El recorrido de la víctima u ofendido normalmente comienza con una especie de indignación natural. Esta actitud se escurre por todos lados: ojos de furia, agitación cardiaca, tensión en la mandíbula, o un enorme y largo gasp que advierte nada más y nada menos que esto: indignación.
Después de la asimilación e indignación las personas suelen estacionarse en el terreno del enojo, una especie de indignación prolongada. Si bien este paso es señal de que nuestro sistema funciona perfectamente normal, quedarse aquí es el verdadero problema.
El territorio de la indignación prolongada invariablemente se torna en a) venganza o b) resentimiento. Una actitud vengativa hacia la persona que ha ofendido es declarar guerra. Una cosa lleva a la otra y de pronto tenemos un espiral de violencia ya difícil de manejar. El resentimiento, por otro lado, implica guardar y alimentar sentimientos negativos hacia el ofensor.
¿Dónde entra el perdón? Perdonar es un acto que eleva a la persona por encima de los daños sufridos e invita a ver a su ofensor con ojos distintos, sin desearle el mal pero tampoco justificando su acción. Esta acción permite a la víctima no caer en un ciclo de violencia, ni ser un albergue de sentimientos negativos. Paul Ricoeur, filósofo francés del siglo XX, dice que el perdón es ver al pasado con distintos ojos, es decir, voltear sin cambiar los hechos, sólo la manera de mirarlos.
Vengarse, resentirse o perdonar son actos que podemos dirigir a un ofensor. ¿Qué pasa entonces cuando hemos sido profundamente dañados por un ofensor sin rostro?, despojados de tiempo, oportunidades y momentos por un ente imposible de culpar. ¿Qué pasa cuando nadie puede dar la cara por las numerosas y dolorosas pérdidas de seres queridos? Pasa que rastreamos quién trajo el virus a casa: adoptamos un rol inquisitivo para dar con un segmento culpable de la propagación; pasa que motivados por la indignación y desasosiego nos involucramos en prejuicios raciales. Maldita sopa de Wuhan. Sentimos la amenaza del daño mas no el consuelo de tener a quien culpar.
El culpable es un fantasma a quien difícilmente podremos dirigir actitudes de venganza, resentimiento o perdón. La humanidad entonces tendrá que optar por una sanación distinta del consuelo de la imputación. Otro consuelo que supere y cure los restos del daño causado, el tiempo perdido, la distancia obligada y la gente que ha partido. Quizá haya un primer cierre o sanación en la gran y lamentable “ventaja” de encontrarnos todos en el mismo barco domando la misma tormenta.
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