Hay al menos una verdad eterna que no ha sido todavía consignada por ningún filósofo: donde sea que trabajes, usarás Excel. Al egresar de la carrera de Filosofía, me sentía preparado para discutir sobre las ideas innatas de Descartes, la apercepción pura según Kant, las mónadas leibnizianas y la metempsicosis en Platón, pero me esperaba un reto que en cuatro años no se me había anunciado: aprender Excel.
Ya como licenciado en Filosofía, en mi primer día de trabajo de tiempo completo me enfrentaba a ese extraño mundo de bases de datos, tablas dinámicas y fórmulas complejas, con todo y formatos condicionales. Por un instante fugaz me pregunté si me había equivocado de carrera o de trabajo. Pero la duda desapareció rápidamente: confiaba en mi plasticidad cerebral, entrenada por 4 años de ejercicios de declinaciones en griego y latín, ejercicios silogísticos en clase de lógica clásica y tablas de verdad en lógica simbólica. Resultó que mi formación en lógica, más allá de enseñarme a identificar un silogismo Barbara de un Baralipton, tenía beneficios bien directos para el uso de Excel. En pocas semanas ya dominaba el lenguaje básico y algunos colegas incluso me buscaban pidiendo una clase rápida de cómo hacer merges para mandar correos personalizados.
También es bien sabido que el mundo laboral transcurre en las bandejas de correo electrónico. No tardé en darme cuenta que escribir un correo claro, cortés, conciso y concreto es un arte que muy pocos dominan en el mundo godín. Cotidianamente se hieren susceptibilidades por un saludo omitido o unas mayúsculas accidentales y se generan malentendidos por expresiones ambiguas o un fraseo torpe. Repentinamente, me encontré frente a correos tan intrincados e ininteligibles como pasajes completos de la Fenomenología del Espíritu de Hegel. Y en esto también descubrí que no estaba mal preparado. Si había logrado entender a Hegel, el correo de contabilidad detallando el proceso de alta de un proveedor no era un rival tan digno como los textos del idealismo alemán.
Aparentemente, romperme la cabeza escribiendo una tesis sobre la cláusula de la catarsis trágica en la Poética de Aristóteles me había dado una estructura mental muy útil para expresar ideas tanto simples como complejas. Descubrí otra verdad: los filósofos sabemos expresarnos, y expresarnos bien, algo que me evitó muchos malentendidos y contratiempos y me permitió mantener relaciones productivas con las demás áreas con las que trabajaba.
Es cierto que estudiando Filosofía uno no aprende habilidades técnicas. Pero las técnicas evolucionan y se vuelven obsoletas. Quizás en 5 años otra plataforma de bases de datos dominará las oficinas del mundo, y haber tomado un semestre de Excel habría sido entonces un desperdicio de tiempo y dinero. En el caso de Excel, lo que dijo el ingeniero y poeta Gabriel Zaid lo confirmé en carne propia: “No se aprende antes de ejercer: se aprende ejerciendo.” A final de cuentas, una de las habilidades más importante para sobrevivir en el mundo laboral es un criterio independiente y adaptable. Pocas carreras pueden jactarse de entrenarlo a un nivel tan alto como Filosofía.
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