Se cuenta que un ingeniero presentó al emperador Nerva un plan para mejorar el abastecimiento de agua en Roma mediante un complejo sistema de acueductos. Tras escucharlo atentamente, el emperador, realmente impresionado por la calidad técnica del proyecto, respondió preocupado: ¿Y qué haremos entonces con los aguateros?
Aunque apócrifa, esta narración ilustra el temor que suele suscitar el impacto social de la innovación en la configuración de los medios de vida humanos, así como los dilemas éticos que plantea lo que el ímpetu moderno denominó, de forma genérica, como progreso. Por la constitución abierta y libre del ser humano, que de manera creativa aporta constantemente mejores formas de hacer para vivir mejor, este problema no tiene una solución definitiva, sino que depende de la continua organización del trabajo en el “aquí y ahora” de cada comunidad en función de sus circunstancias, valores e intereses y, en especial, de su concepción sobre lo que significa –en palabras de Alejandro Llano– una “vida lograda”.
Dos milenios después, la Cuarta Revolución Industrial ha reavivado una vez más, aunque con más fuerza, el interminable debate sobre el futuro –o incluso el fin– del trabajo, y las apuestas sobre cuál será el “trabajo del futuro”. A la progresiva precarización laboral que hemos evidenciado en los últimos años se suma el desarrollo de la inteligencia artificial y la creciente automatización, que, para muchos, representan una amenaza de obsolescencia y sustitución.
En un libro recientemente publicado –The Last Human Job (2024)– Allison Pugh sostiene que en la actual época digital, marcada por los algoritmos y la eficiencia, persiste una actividad esencialmente humana, a la que denomina “labor conectiva”, que es indispensable e insustituible. Esta labor no solo involucra tareas o procedimientos, sino sobre todo, la actitud de ver al otro, reconocerlo, reflejar su humanidad, ofrecer empatía, atención y presencia.
Aunque tradicionalmente el trabajo se ha asociado con su dimensión negativa –basta recordar su etimología latina tripalium, un instrumento de tortura–, en cuanto manifestación de la persona, el trabajo es expresión de amistad y crea comunidad. El buen trabajo no solo implica el desarrollo de competencias técnicas y virtudes morales, sino también de una progresiva orientación al bien común. El desarrollo personal y social depende en gran medida de nuestro trabajo y del trabajo de los demás, y dicho desarrollo será reconocido como categoría moral en la medida en que el trabajo pueda ser instrumento para la materialización del bien común. De modo inverso, el deterioro de la sociedad y de los mismos trabajadores suele deberse a una inadecuada organización o implementación de las formas de producción y organización del trabajo.

Es precisamente por esto que en los últimos años se ha abogado por una “ampliación” del concepto de trabajo. De las múltiples dimensiones que constituyen el trabajo, la teoría económica moderna privilegió las meramente objetivas o materiales, en detrimento de las subjetivas, que son la fuente de sentido y crecimiento personal. El sentido subjetivo del trabajo al que aludía san Juan Pablo II en Laborem Exercens (1981) hace referencia precisamente a esta dimensión, y al principio moral que permite afirmar que, por su dignidad, el ser humano es el fin del trabajo; en otras palabras, que nunca es la persona humana para el trabajo, sino el trabajo para la persona.
Concebir el trabajo en sentido amplio, como actividad humana significativa, ha permitido además la valoración de aquellas formas de trabajo que no tienen un fin meramente económico pero que son fundamentales para el sostenimiento de una sociedad sana, especialmente aquellas destinadas al cuidado de las personas. La vida propiamente humana es la de apertura y servicio, la de darse en entrega y acogida de las necesidades de los otros en medio de las tareas que cada uno ha elegido desempeñar para contribuir a la sociedad. En un escenario de gran incertidumbre en torno al futuro del trabajo, esta ampliación ha reavivado la esperanza de que el desarrollo humano, en continua redefinición, adopte una configuración más humana y humanizadora.
En su momento de mayor esplendor, Roma contaba con once acueductos principales que abastecían a más de un millón de habitantes, tanto de forma privada como en fuentes, termas y baños públicos, a los que se podía acceder gratuitamente. Aunque ya no había aguateros, una infraestructura hídrica de tal escala y sofisticación requería una enorme cantidad de personas dedicadas a su mantenimiento, y el agua –símbolo de la vida– era accesible a todos con mucho menos esfuerzo. Al igual que las extensas redes de acueductos, la labor conectiva a la que se refiere Pugh representa el trabajo del futuro, reconocernos en nuestra vulnerabilidad y necesidad de cuidarnos mutuamente para que el bien común, más que un concepto, sea una realidad verdaderamente inclusiva. En un mundo cada vez más desconectado y automatizado –reclama la autora– el “último trabajo humano” es el de conectar con otros, y ese trabajo debe ser reconocido, valorado y protegido, porque si lo perdemos, perdemos mucho de lo que nos hace humanos.
Dr. Germán Scalzo
Profesor Investigador








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