La primera vez que visité el campus de la UP en Mixcoac pensé que era como Hogwarts. Tenía dieciséis años y, junto con el resto de mi familia, había hecho el viaje desde Guadalajara para asistir a la graduación de mi hermana mayor. Recuerdo que mi hermana nos enseñó con orgullo los pequeños corredores de casco antiguo, los salones con chimeneas de piedra y pisos de madera, el patio empedrado afuera del salón del búho. Dos años después me encontré atravesando esos mismos corredores nerviosamente buscando el salón en el que recibiría mi primera clase de Filosofía de la Naturaleza.
Comencé a estudiar la carrera en agosto del 2012 y me gradué en mayo del 2016. No sé que tanto sigan vigentes los detalles que marcaron mi experiencia estudiantil: el apurado tránsito a través del parque para llegar a clase en Periquillo o el Anexo, la parada obligada por una torta de chilaquiles afuera de Campana. La biblioteca de Valencia, por ejemplo, me tocó solo en el último año (justo a tiempo para la tesis). Antes de eso, uno sabía de la existencia de la biblioteca pero nunca la veía. Había que llenar una forma con los datos del libro que uno quería, entregarlos en el escritorio del bibliotecario y esperar mientras lo recuperaba de algún lugar desconocido. En mis tiempos, además, se frecuentaba el Italian Coffee en lugar del Cielito Querido en la entrada de Rodin.
Cuando llegué a instalarme a la Ciudad de México (entonces D.F) como estudiante universitaria todo me parecía nuevo e intimidante: el metro, la torta de chilaquil, mis compañeros. Entré a la carrera con poco más que los conocimientos más básicos de historia de la filosofía (mi preparatoria no incluía un programa particularmente robusto de humanidades). En cambio, según observé con consternación en mis primeras clases, mis compañeros parecían citar con facilidad a Schopenhauer y leer a Platón por diversión. Conforme avanzó el primer semestre entré en confianza: le perdí el miedo al metro, probé la torta de chilaquil, trabé amistad con mis compañeros (quienes, resultó, tampoco sabían todo acerca de Schopenhauer).
Como menciono aquí, antes de decidirme a estudiar filosofía consideré estudiar letras inglesas. Se que a muchos de los preparatorianos que lean esto se encontrarán en disyuntivas semejantes: ¿estudiaré filosofía o esta otra carrera? Lo único que les puedo decir es que decidirse a estudiar filosofía siempre es una apuesta. No me refiero a una apuesta en términos de ‘le apuestas a morirte de hambre después de la carrera’. Sin duda vivimos en un país en el que las humanidades no son particularmente entendidas o valoradas: precisamente por eso, estudiar filosofía es una apuesta a favor del pensamiento crítico e independiente.
En la UP, estudiar la carrera en filosofía implica sentarse en algún pupitre de esos salones con chimenea de piedra y, a la mano de distintos profesores, comenzar a familiarizarse con las preguntas filosóficas y con los argumentos que han utilizado distintos filósofos a través de la historia para abordarlas. Conforme pasan los semestres uno aprende, ensayo tras ensayo y examen tras examen, a pensar críticamente acerca de estos argumentos y, eventualmente, a desarrollar maneras propias de abordar estas preguntas.
Los cuatro años que pasé entre los pasillos de la UP descubrí las teorías de Aristóteles, Adorno y Husserl. Forjé amistades entrañables. Conocí lo que significa leer, escribir y pensar académicamente. Incluso llegué a enamorarme de las idiosincrasias de la capital y a saber cómo transitar su sistema de transporte público. Pero, sobretodo, aprendí a reconocer y entender el lenguaje que utilizamos para describir al mundo y a nosotros mismos. Como tal, encuentro que la carrera que escogí ha sido una de las inversiones más valiosas de mi vida.
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