Monstruo, jungla, gigante, bestia, en fin, la capital. Hogar de la quesadilla sin queso y torta de chilaquil; patrono del viernes chilango y de todas las formas de transporte: coche, bici y derivados; bus, metro o trajinera; recinto alburero por antonomasia, y, a su vez, centro político y cultural del país. Una de las aglomeraciones urbanas más pobladas del mundo entero. Ahí, en uno de los barrios más antiguos de México, me inscribí a filosofía.
Pueblerina, provinciana, forastera, “Cindy la regia”, en fin, foránea. No me apena confesar que desconocía a lo que se referían los locales cuando me llamaban provinciana. Inocente los sospechaba confundidos sobre mi procedencia. En Filosofía Medieval quedó esclarecida la cuestión: provincia viene del latín pro-vincere, territorio por conquistar. Genial. (Los del Edo. Mex. reían incómodos mientras la atención se desviaba de ellos y se centraba en la regia recién importada).
No sé exactamente cómo pero, sin planearlo, sucedió algo que de verdad no me esperaba: me enamoré. No sé si fueron las caminatas diarias por la ciudad, vivir en una zona particularmente pintoresca o descubrir una vida muy distinta a la que llevaba en casa, pero dicho afecto fue creciendo exponencialmente. Claramente, mi motivación era estudiar. Pero mi disposición a aprender se extendió a la ciudad. Y me llevó lejos: a recorrer todo tipo de barrios y rincones, a dar paseos de días enteros y tener experiencias de las que hoy ya es válido reír.
¿Filosofar en medio del caos? La Ciudad de México estimula el pensamiento, no sólo en el sentido obvio por ser un sitio con cultura e historia en cada esquina (la segunda ciudad con más museos en el mundo), sino por la vida, el movimiento, el tamaño y la gente en sí. Si bien las grandes ideas y razonamientos requieren de profunda concentración y cierta dosis de soledad, estos ingredientes son insuficientes. Si el filósofo no está en el mundo, cómo puede hablar de él.
Ya que nos encontramos confesando: jamás he logrado sustituir la comunidad filosófica de la universidad o a la ciudad en general. Después de la carrera, probé mi suerte en Navarra, España, una experiencia enormemente gratificante sin duda, sin embargo, la vara ya estaba muy alta. Hoy trabajo en Monterrey y el spanglish regresó a mí. He logrado encontrar y generar oportunidades geniales, gracias al impulso tomado en tiempos de mis estudios; esos años en cdmx fueron una enorme inercia que me sigue llevando aún.
Alcanzo a ver el esfuerzo adicional que supone a un candidato de Filosofía trasladarse a la Ciudad de México, sin embargo, ofrezco un consejo: una buena idea tiene que ser bien ejecutada; estudiar filosofía —y en CDMX— puede ser una buena idea. La buena ejecución comienza haciendo un par de maletas y quitándose los prejuicios. Tómenlo de alguien que, contrario a lo esperado, sigue profundamente enamorada del barrio de Mixcoac.
Déjanos saber lo que pensaste acerca de este post
Pon tu comentario abajo.