Sísifo representa uno de los personajes más desgraciados de la mitología griega. El que alguna vez fue rey de Corinto, es condenado por Zeus a un castigo eterno: Sísifo pasa sus días empujando una enorme piedra hasta la cima de una montaña; al estar cerca de la cima, la piedra cae y rueda hasta el punto de inicio. El desdichado Sísifo, baja desganado por la roca solo para repetir el mismo fatídico procedimiento sin fin, y, peor aun… sin propósito.
Reflexionar sobre el mito de Sísifo es una experiencia de dos tiempos:
Lo primero -y lo normal- es sentir pena por Sísifo, compadecerse de su absurdo destino. Imagina vivir el resto de tus días realizando una tarea sin sentido, inútil y agotadora. Además, de modo rutinario, repitiendo ciclos sin saber por o para qué.
La segunda parte consiste en caer en la cuenta que sentir lástima por Sísifo es sentir lástima por uno mismo. Sísifo no es otro, eres tú.
El parecido es asombroso: empezamos el lunes empujando la piedra, pasando por martes, miércoles y jueves hasta llegar el fin de semana donde el peso de la piedra molesta un poco menos. De pronto es domingo por la tarde, llegamos a la cima de la semana y nuestra piedra cae hasta el fondo. Emprendemos el camino hacia las faldas de la montaña, buscando nuestra piedra caída, preguntándonos si la vida tiene sentido, si de esto se trata la vida: estudiar y trabajar añorando un fin de semana que se terminará para comenzar una jornada nueva, sucesivamente por el resto de nuestras vidas.
Este fenómeno es el tipiquísimo domingo de bajón, desganados cómo Sísifo tras su piedra, experimentamos los males del domingo por la tarde, mentalizándonos sobre el comienzo de la semana y el ciclo godín o de estudiante sin fin.
El domingo de bajón adquirió un sabor aún más amargo a partir de la pandemia. Es decir, en la vida pre-covid, darnos cuenta de nuestra condición de Sísifo era algo poco esperado; sin embargo, al ser privados de los estímulos del espacio público (saludos, encuentros, nuevas experiencias y personas, y situaciones sociales en general), lo rutinario de la vida se acentúa radicalmente. Es mucho más cercana la idea de subir y bajar una montaña sin sentido cuando nos levantamos de la cama para escuchar clase en la computadora y hacemos poco más durante el día; y así día tras día.
La cuestión está, entonces, en pronunciarse sobre si este subir y bajar tiene sentido o, si, en efecto, la vida no es más que un trabajar para comer y comer para trabajar.
Los existencialistas franceses del siglo pasado negarían que la labor de subir y bajar la montaña- es decir, de vivir- tiene sentido. Sin embargo, también sugieren que la persona humana es irremediablemente libre, y esto es un resquicio de esperanza. A pesar de no poder escapar ciertas condiciones de la vida, podemos subir esa montaña cantando, llorando, acompañados, solos o aliviando la carga del de junto. Esta montaña cada quien la sube y la baja como quiere. Me parece que decidir sobre la forma de llevar la vida, sea una montaña o no, es de suyo suficiente sentido de vida.
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