José Ignacio Gallo López Santibáñez
Estudiante de la Especialidad en Neuropsicología de la Universidad Panamericana
Practicante en Neuropsicología Clínica en CANPSI
La psicología y la antropología comparten objeto: ambas son indagaciones sobre el ser humano (pues, aunque el objetivo fundador de la psicología era el alma, la psyché, poco a poco se encargó de ver al hombre en su supuesta entereza, como “ser biopsicosocial”).
Ambas buscan el pathos (la patología y pasión) de lo que hace al hombre ser hombre. Sin embargo, la alienación cientificista en que la psicología cayó la ha llevado por un camino que pretendía alejarla de sus bases, apartarla de la antropología y, por tanto, desviarla de sí misma.
Hoy en día, los pasos de Wundt se escuchan todavía en gritos que retumban, proclamando: ¡la psicología es una ciencia!, despertando en el mundo un extraño fervor por renegar las raíces y fundamentos filosóficos de la psicología.
A mediados del siglo XIX, el lagarto del positivismo raptó y hurgó hasta hacer su nido en la psicología experimental, y desde entonces ha demostrado ser un parásito difícil de librar.
Vivimos en la época de una psicología alienada, inmiscuida en temas que le son de interés, pero que la absorben de tal manera que sus indagaciones se quedan cortas porque la psicología no alcanza lo que busca, deja de buscar su raison d’être (razón de ser) al contemplarse a sí misma desde los binoculares del positivismo.
Binoculares, no porque permitan ver más allá de lo humanamente posible, sino porque la psicología “científica” se encuentra así: lejos del hombre en todas sus esferas, lejos de sí misma.
Esto no significa que la cientificidad de las indagaciones psicológicas resulte poco pertinente; más bien, implica que la noción positivista —como perspectiva única— no es suficiente, y sesgar los estudios psicológicos únicamente en ese sentido no hace ningún bien a la indagación sobre la esencia del hombre.
La visión realmente psicológica-antropológica puede (y debe) contemplar ambas partes, necesitando que el lagarto del positivismo se revierta de parásito a un cohabitante más en este ecosistema académico.
Como bien señala Fernández Christlieb, la psicología:
propugna una desdisciplinarización del conocimiento (…) empezando porque esta separación de teoría, método, objeto e investigación es insostenible, y terminando porque hoy en día las ciencias van confundiéndose entre sí (…) El conocimiento no puede saber qué es lo que va a conocer, y por ende no se le debe imponer de antemano.
Todo lo cual suena a filosofía. La psicología, por ende, se confunde con la filosofía y sus razones: tienen las mismas raíces. Nombrarlas y diferenciarlas (o, lo que es más, negar dicha relación) sólo dice más y más respecto a la necesidad delimitante del ser humano.
Es decir, buscar la acotación de un conocimiento dentro de un campo semántico dado sólo es una expresión más de la necesidad antropológica del hombre.
La psicología, para terminar pronto, es una necesidad que refleja la incapacidad del ser humano por no preguntarse sobre sí mismo, sobre quién es y cómo es— cómo es que es.
Así, la línea entre la psicología y la antropología se desdibuja de súbito, quizá porque nunca debió estar ahí. La psicología y la antropología se preguntan sobre el ser del ser humano, son indagaciones con aspiraciones ontológicas en su centro.
Pero la psicología no sólo se pregunta, la psicología es pregunta que —lo quiera o no admitir la academia contemporánea— es antropológica en esencia.
Así pues, “toda psicología es una antropología (y viceversa)”; se dan juntas como fruto de la misma semilla, aunque se lean —y en ocasiones se piensen— de manera separada.
No hay que dejarse engañar por paradigmas de torbellinos semánticos: la psicología es tanto filosofía como ciencia.
No pertenece a ningún rubro en específico y, si se le fuerza a encajonarse, le va mejor la casilla de la literatura, de la inexplicable poesía del día a día, y del cuestionamiento sobre eso de lo que nunca podemos escapar y, por tanto, no podemos dejar de pensar: nuestra humanidad.
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