“Habiendo perdido mi patria me he perdido a mí mismo. El exiliado que ha perdido sus raíces y las tradiciones de su suelo natal no tiene ganas de crear y no le queda otro consuelo que el silencio… los recuerdos”. Sergei Rachmaninoff (1873-1943)
El sentimiento de pérdida nunca dejó de habitarlo. Una vez que salió de su tierra natal en 1917, jamás pudo reencontrarse ni dar sentido a su creatividad para volver a componer libremente. Seis opus finales, un puñado de obras persistentemente inspiradas en una Rusia que ya no existía, serían testamento de poco más de un cuarto de siglo de exilio. Obras profundamente arraigadas a vivencias de infancia y juventud, atemporales por su belleza y recuerdos lejanos de un hogar que habitó en Tambov, antes de migrar.
Al hablar de Rachmaninoff, es imposible hacerlo sin mencionar el arte en el exilio, y a más de 150 años de su nacimiento, resulta injusto e incompleta no reconocer su legado diverso: tanto como pianista —para muchos, la referencia absoluta del siglo XX—, como también gran director orquestal y acaso el más portentoso compositor de Rusia a la muerte de Tchaikovsky.
Ante todo, tendríamos que recordarlo y abordarlo desde la perspectiva humana, un aspecto en el que sigue siendo insistentemente un desconocido. Su figura resulta particularmente compleja, incluso para los propios músicos, que suelen reducirlo; y para los musicólogos y críticos, que se posicionan en trincheras entre defensores y detractores. Entre estos últimos, particularmente músicos de las vanguardias, nunca le perdonaron su inspiración profundamente poética, anclada en el ocaso y esplendor de la tradición musical del siglo XIX: estructuras clásicas dentro de odres renovados, verdaderamente exquisitos, ni tampoco la enorme aceptación de algunas de sus obras por parte de público muy amplio —hasta la fecha—, ni su voluntaria separación y retraimiento de una época de rupturas en la que nunca se sintió afín.
Es su caso, donde cobra sentido el famoso refrán: “los árboles que impiden ver el bosque”, ya por la aparente popularidad de algunas obras suyas, de un inspiradísimo melodismo, que impactaron desde la música de concierto hasta el ámbito popular y cinematográfico, pero mostrando solamente un engañoso y superficial éxito, contraproducente para la apreciación de su legado, más detallado a otro nivel. Obras exacerbadas de belleza que descartan el interés de ir más lejos para descubrir su propia perfección. Ciertamente, fue aclamado durante su carrera como intérprete, y es una fortuna para las generaciones futuras contar con una docena de sus registros discográficos, referencia absoluta para intérpretes con genuino interés de profundizar en sus obras y pianismo superlativo. Cabe mencionar, paradójicamente, su propia situación y la práctica obligación que tuvo para desarrollarse como pianista sustituyendo su quehacer como compositor. El resultado es un estigma del que rara vez se le logra desvincular.
Si bien es cierta su figura como artista de rasgos complejos, aún cabe asombrarse de su personalidad filantrópica, absolutamente ejemplar, que rara vez se reconoce y menciona como rasgo humano, ni siquiera por biógrafos. A esto se suma un desconocimiento generalizado de su corpus musical más refinado —acaso más trascendental—: dos grandes liturgias, una cantata, cuatro sinfonías incluyendo una con coro, óperas y obras de cámara.
Es su presencia y obra que se vieron bifurcadas en todo momento por los acontecimientos de su época, y quizás por ello encontramos en cada compás y silencio una profunda visión humana, de gran riqueza emocional, a partir de una sensibilidad mayormente atribulada y permeada por la nostalgia. Esta última, palabra que define emociones frágilmente dolorosas e insondables, no mermar en ningún momento su pertinencia y vigencia universal. No es fortuito que el origen de la palabra nostalgia sea ambivalente y encuentre equivalencias igualmente poéticas en otros idiomas: homesickness, heimweg, mal du pays… enfermedad de la añoranza y la tristeza, que define a los desplazados y desposeídos. Esos que persisten en toda la historia humana y que son hoy más vigentes que nunca.
La multiplicidad de significados de la palabra nostalgia probablemente se encuentra dentro de dos vocablos griegos muy distintos que la conforman: nóstos y álgos. Fue primeramente acuñada por un alsaciano, Johannes Hofer, quien logró reducir y precisar de manera incisiva una peculiar emoción presente en todo humano, y en el arte musical e inspiración de muchos compositores, particularmente de origen eslavo, como Rachmaninoff.
Aún es posible descubrir un elemento más dentro de cada una de sus obras, de manera casi omnipresente: una secuencia de canto gregoriano obligada para la música y la conciencia del arte occidental, el " Dies Irae". Y sumándose al "nóstos", ese anhelo y deseo de retorno para volver al hogar definitivo de todos, más allá de nosotros mismos, y el "álgos", para desentrañar un dolor universal como seres errantes, migrantes de las entrañas al nacimiento y, antes acaso, de ese paraíso tan anhelado. Esa añoranza cierta de un regreso a un estado y momento, y el intento, la conmoción y el dolor por nuestra condición humana.
Quizás la libertad de la música disculpe nuestra incapacidad de asumir las irremplazables pérdidas de la vida y nos restituya un poco de ese estado de gracia. Y quizás sean profetas del exilio, como Rachmaninoff, bálsamo para los desarraigados y desposeídos que plasman sus lágrimas de la manera más poderosa, insistente y perfecta, con sonidos insondables e infinitos en la certeza de la “belleza que salvará al mundo".*
*frase original de F.Dostoyevsky.
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