El domingo pasado se realizó un ritual a lo largo y ancho del mundo: millones de personas se pusieron una playera deportiva, sacaron un six de chelas, pidieron varias raciones de boneless por UberEats y se acomodaron en sus sillones. En México abrimos miles de Paquetaxos en sus versiones amarilla, azul, verde y morada para esperar las alitas. Desde sus sillones frente a la televisión, estos millones de personas presenciaron uno de los eventos cumbre de la sociedad contemporánea: el Super Bowl, mezcla de evento deportivo, negocio billonario, desfile de celebridades y show musical.
Por esa misteriosa distribución global de gustos y talentos en la raza humana, yo nunca he mostrado interés en entender el fútbol americano. Pero este domingo me di cuenta de que hay una distancia más corta de lo que pensaba entre mi yo filósofo y los fanáticos del deporte. La epifanía llegó al escuchar a mi hermano y mi papá, fervientes devotos del fútbol (americano y soccer), alegrarse y lamentarse apasionadamente por horas mientras los partidos transcurrían frente a sus ojos, criticando los errores de los jugadores y de los directores técnicos, debatiendo sobre si el futuro de cierto jugador era prometedor o ilusorio, discutiendo las minucias de las tablas de posición de las ligas y detallando los montos astronómicos que pagaron los equipos por sus jugadores estrella.
Esa mezcla de diálogo y debate amistosos imbuidos de asombro y pasión me recordó súbitamente una obra de más de dos mil años de antigüedad: el Banquete de Platón, en la que se narra el diálogo apasionado de varios amigos discutiendo la naturaleza del amor. Las semejanzas parecen lejanas, pero en la práctica no hay mucha diferencia: varios amigos con un interés común reunidos para deleitarse en un intercambio de opiniones animado por comida y bebida. Por muy griego que fuera Platón, si hubiera escrito su Banquete en el siglo XXI muy probablemente lo habría ambientado en una tarde de Super Bowl o un mundial de fútbol, no en las Olimpiadas.
Hay una palabra que resulta clave para entender los parecidos entre la actitud de los espectadores del Super Bowl y los filósofos del Banquete: la teoría. En griego, la palabra theorein hace referencia a la actitud de contemplación pasiva de los espectadores de los juegos olímpicos, que observan sin intervenir. Con el tiempo, la palabra se trasladó del mundo del deporte al de la filosofía: los filósofos elaboran teorías porque observan, se asombran y especulan sobre el universo al igual que un espectador observa, se asombra y especula sobre un juego deportivo.
Resulta entonces que lo que hicieron mi hermano, mi papá y los millones de espectadores del Super Bowl el domingo pasado fue dedicarse a teorizar por varias horas, sentados en un sillón con cerveza y sabritones, al igual que los griegos del Banquete de Platón con vino y aceitunas. Se suele decir que el origen de la filosofía es el asombro, y Aristóteles preciaba la actitud contemplativa sobre cualquier otra. Si eres apasionado de algún deporte y puedes pasar horas discutiendo hasta el más ínfimo detalle, quizás te sorprenda saber que estás ejerciendo nada más y nada menos que la actitud teórica, parte esencial de la vocación filosófica.
A final de cuentas, parece que filosofía y deporte no son dos cosas tan distintas. Esa intuición queda expresada en este genial sketch de 1972 de Monty Python, dramatizando el quehacer filosófico como un juego de futbol soccer.
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