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Escrito por Escuela de Gobierno y Economía
en abril 28, 2021

El populismo no es únicamente, como lo han sugerido algunos observadores, mera expresión resultante de expectativas económicas frustradas, resentimiento contra un conjunto de reglamentos e intereses especiales, y miedo ante una seguridad amenazada.

Aun careciendo del tipo de fundamentos teóricos formales que habrían definido los grandes "ismos" del siglo pasado, el populismo posee una estructura coherente.

Podría parecer que el objetivo del populismo actual es lo que ciertos académicos han llamado "democracia iliberal", un sistema de gobierno capaz de traducir las preferencias populares en políticas públicas sin el impedimento, hallado en democracias liberales, de responder con eficacia a problemas urgentes.

Desde tal perspectiva, el populismo no es, per se, una amenaza para la democracia, sino más bien para la variante liberal de la democracia. El populismo, por ejemplo, acepta los principios de soberanía popular y democracia, entendidos de manera directa, como el ejercicio de un poder mayoritario.

Sin embargo, se muestra escéptico en torno al constitucionalismo, en la medida en que instituciones y procedimientos delimitados impiden que las mayorías lleven a cabo su voluntad; y sostiene una visión aún más intransigente respecto a la protección de individuos y grupos minoritarios.

De hecho, varios líderes de opinión consideran que el populismo, así entendido, no carece de mérito, pues representa una respuesta que no merma la democracia, sino que corrige su déficit.

Se argumenta que las élites, al retirar debates importantes de la agenda pública y asignarlos a instituciones aisladas del escrutinio público, han propiciado la revuelta popular que ahora pretende socavarlas.

Pero no profundizar más sería dejar sin contar la otra mitad de la historia. Debido a que el populismo adopta el principio de soberanía popular, se enfrenta a la pregunta inherente al mismo: ¿Quiénes son el pueblo? Cuando decimos "nosotros", ¿a qué nos referimos? Aunque pueda parecer una pregunta abstracta, no lo es tanto.

Términos reivindicados

Hoy en día, por "nosotros” y por “el pueblo” se entiende la totalidad de los ciudadanos, independientemente de su religión, modales, costumbres y antigüedad en la ciudadanía. El pueblo es, luego, un conjunto de individuos que disfrutan de un estatus cívico común. Sin embargo, dicha comprensión no siempre ha prevalecido.

Históricamente, por estos conceptos se ha entendido, de una manera muy extendida: una gente con un origen común, que en la vida práctica se comunica en una misma lengua y, sobre todo, que se apega a los mismos principios de gobierno.

Así, los populistas de derecha suelen enfatizar la cultura compartida y el origen común, mientras que los de izquierda a menudo definen a la gente en términos de clase y excluyen a aquellos con riqueza y poder.

Más o menos recientemente, ha entrado en debate público una tercera definición: el pueblo frente a las élites culturales.

Cuando los populistas distinguen entre "pueblo" y "élite", describen a cada uno de estos grupos como homogéneos. La gente defiende un conjunto de intereses y valores, la élite defiende otro, y ambos conjuntos no sólo difieren, sino que se oponen en sus fundamentos.

Tales divisiones son tanto morales como empíricas. El populismo entiende a la élite como irremediablemente corrupta y al pueblo como uniformemente virtuoso. Esto implica, por supuesto, que no existe razón alguna por la que el pueblo no deba gobernarse a sí mismo y a su sociedad sin la traba de restricciones institucionales.

Contenido relacionado: ¿Qué son las instituciones políticas y cuál es su función?

Además, los líderes populistas afirman que sólo ellos representan al pueblo y constituyen la única fuerza legítima en la sociedad.

Algunas dificultades del enfoque populista

Dicho enfoque plantea obvias dificultades. Primero, es divisivo por definición. En el contexto de la soberanía popular, dividir a la población de un país en pueblo, por un lado, y en los demás, por otro, conllevaría que algunos segmentos de ésta, al no conformar realmente parte del pueblo, no merecen participar en el autogobierno.

Las personas que se hallan fuera del círculo predeterminado del pueblo pueden, por tanto, ser excluidas de la ciudadanía igualitaria, asunto que viola el principio de inclusión, esencial para la democracia.

En segundo lugar, la definición populista de pueblo es intrínsecamente contrafáctica. Los populistas se expresan y actúan como si la gente tuviera la capacidad de desarrollar un juicio singular, una voluntad singular y, por consiguiente, un mandato singular e inequívoco. Pero esto, desde luego, no es posible.

En circunstancias de libertad, incluso parcial, diferentes grupos sociales tendrán diferentes intereses, valores y orígenes. La pluralidad, y no la homogeneidad, caracteriza a la mayoría de los pueblos, la mayor parte del tiempo.

El populismo es enemigo del pluralismo y, por ende, de la democracia liberal. Imponer un supuesto de uniformidad a una realidad diversa en esencia no sólo distorsiona los hechos, sino que también eleva los rasgos de ciertos grupos sociales sobre los de otros.

En la medida en que esto ocurre, el populismo se convierte en una amenaza para la democracia, pues ignora el imperativo de que es necesario acordar términos justos para que podamos vivir juntos como ciudadanos libres, en equidad y, a la vez, de naturaleza diversa.

Tendencia antagonizante del populismo

Más allá de lo que haya resultado posible en las repúblicas clásicas, ninguna forma de política identitaria puede servir como base para la democracia moderna, que depende de la protección del pluralismo.

También contrafactual es la proposición que estima a la gente como uniformemente virtuosa. No lo es, por supuesto. Los movimientos políticos basados ​​en esta premisa desembocan en duelo de manera inevitable, pero no antes de que la decepción dé paso a la búsqueda violenta de enemigos ocultos.

Los líderes populistas atacan a los "enemigos del pueblo" en términos moralistas, como corruptos, egoístas y dados a conspirar contra los ciudadanos comunes, a menudo en colaboración con actores extranjeros. El populismo solicita un combate constante contra estos enemigos y las fuerzas que representan.

Como resultado, asumir el monopolio de la virtud por parte del pueblo socava la práctica democrática.

Tomar decisiones en circunstancias de diversidad generalmente requiere de compromisos, aunque no siempre convengan. Sin embargo, si un grupo o partido cree que cualquier oposición encarna el mal, se hace probable que sus miembros los desprecien como concesiones deshonrosas a las fuerzas de la oscuridad.

En resumen, el populismo sumerge a las sociedades democráticas en una serie interminable de conflictos moralizados; amenaza los derechos de las minorías; y les permite a los líderes dominantes desmantelar los puestos de control en el camino hacia la autocracia.

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